sábado, 7 de julio de 2007


Historia de los goles anulados

En el barrio se formó un equipo de fulbito que nació para ser grande y se abortó en el camino. En medio, una historia de amor entre los niños de ocho y doce años que se fermentó. Aquí, una historia con mucha ficción, pero con otro tanto de verdad y desilusión.

Al Oporto, sus integrantes y a los amigos domingueros.

Escribe: David Gavidia.

Luego de haber bailado perreo, pasear por el parque y patear el balón de los niños hace dos domingos, déjenme contarles una historia. Es de esas llenas de nostalgia. Sí, de esas que transcurren cuando uno todavía se pela las rodillas jugando al fútbol con los amigos en las calles y también, de aquellas en las que cupido, ciego o borracho disparó, la flecha sin dirección y la perversa cayó, como no, en el despistado que transita por las calles y, pucha, tenemos la mala suerte de ser el blanco.

El dardo para mala suerte ya había caído sobre mí. Caminando primero por las calles del barrio, y luego hundiéndose más mientras llevaba a la niña de mis ojos en un paseo interminable en bicicleta, el día que nos presentaron. Ella tenía ocho y yo doce. Ella tenía los ojos verdes y yo pardos. Ella tenía la piel pálida y yo tostada por el sol. Ella desde entonces se llevaba mis pensamientos, despertares e insomnios. Y yo le enfermedad que García Marquez la llamó cólera con los síntomas del amor.

Debo confesar que vivía para ella. Me gustaban las canciones de Gian Marco y soñaba con deleitarla con Una Canción de Amor, parado debajo de su ventana, con la guitarra incendiaria recibiendo las caricias de mis dedos. Pero como era un inepto para la música, el único talento justificable con la que podía hacerme de sus ojos era mediante el fútbol. Jugaba en el medio campo con el trajín de un defensa y por aquellos años, tenía la puntería certera de un cazador de presa frente al arco. Todo lo veía gol.

Por aquellos años el barrio se hizo de un equipo de fulbito. Institución pendenciera que buscaba el sueño del título distrital. Yo no dude en probar suerte con ellos, quería ser futbolista profesional y quizás en uno de esos partidos de la liga podían descubrir mi pierna zurda con lo que podría firmar un millonario contrato por la U. Jugábamos con unas camisas verdes, entrenábamos con unas celestes y nos auspiciaba una pollería que tenía un cocodrilo como eslogan. No sé si los casi 22 jugadores que conformábamos el equipo -en sus diferentes categorías - nos sentíamos orgullosos de entrenar por sus colores, pero lo cierto que lo hacíamos, todos los días, desde las seis de la mañana y con las legañas en los ojos. Era el verano de 1996.

Por esos años, como les dije, andaba enamorado y otra de las motivaciones por las que me uní al equipo era para cumplir con una sencilla fantasía: meter un gol en el minuto final del partido decisivo, ir a la tribuna, sacarme la camiseta y entregársela a Vanesa, la niña por la que, ya les expliqué, era capaz de hacer lo que sea. Y un gol, por esos años, era lo más sublime que podía entregar.

Lo malo era que Vanesa odiaba el fútbol. Pero aun así, a diario pasaba con mi pelota bajo los brazos o dándoles botes sobre la vereda para que ella sintiera los golpes del balón y saliera por su ventana, aun que sea, como un día me fije, por entre la cortina, la ventana y la pared, mostrando solo un pequeño ojo feliz. Con ese pequeño gesto de intimidad me conformaba por parte de ella, aunque la atrevida luego de dos meses de rehuidas, miradas cómplices y mensajes indirectos entre nuestras primas (amigas ellas) hacia nuestros oídos, ella se atreviera, al fin, a salir de paseo con sus patines por el parque, mientras yo entrenaba a los penales o tiros libres. Su presencia, se convertía en mi ausencia. Fallaba todos los disparos y mi entrenador renegaba, me puteaba.

Y al técnico no le faltaba razón para amargarse. Estábamos a dos días del debut ante el Sporting Estudiantil. El se hallaba tenso, mordía con más frecuencia los lápices con los que diseñaba la estrategia para el primer encuentro. Yo sería titular, usaría la banda de capitán y… ¡Carajo.. Otra vez fallando, desahuevate pues Gabriel!, me gritaba al ver como enviaba un balón por encima del arco y se perdía por entre los árboles. El entrenador era un tipo bajito y regordete. Tenía unos bigotes que terminaban en punta, las piernas blancas como leche y usaba medias de vestir con un short de drill. Más que un técnico de fútbol parecía un turista americano pero con los pelos canos alborotados y la cara desencajada por el estrés. La noche antes del partido le escuchamos decir: “Estos cojudos no le ganan a nadies”. Estaba borracho, así que debía decir la verdad.

Yo no le presté atención. Andaba preparando mi estrategia personal: ¿Cómo romper las barreras que me separaban de Vanesa? Antes de llegar a ella debía sortear a la tía, la prima y la madre que jugaban voley frente a la puerta de su casa, mientras Vanesa las observaba y un rayo de luz amarillo caía sobre ella. Era la iluminación artificial del parque.

El motivo de acercarme a ella era invitarla al partido inaugural en el Real Amistad, donde marcharíamos, juraríamos por el juego limpio y habían prometido la presencia de César Cueto, para tal ceremonia. Para esa mañana podría matar dos pájaros de un tiro: regalarle mi camiseta llena de amor a Vanesa y sorprender a un viejo y glorioso futbolista. Para mi mala suerte no pude hacer la invitación: la pandilla me había dejado solo en la esquina de la casa de Vanesa a unos cuantos metros de su puerta. Ella me había observado y se escondió tras su puerta. A sus ocho años era lo inmadura que se pueden imaginar, así que de la rabia me fui a casa y lloré.

A la mañana siguiente me desperté con los ojos hinchados, la moral por los suelos pero asistí al partido inaugural. Llevé la banda de capitán, con el uniforme límpiecito y juré Por Dios y por la Patria, honrar el juego limpio.

Esperamos dos horas para iniciar el encuentro. Lo jugamos al medio día de un domingo y para sorpresa de todos, hasta del mismo barrio que había llegado a la cancha del Real Amistad para vernos perder, ganamos el partido por 3 a 2 en lo que fue considerado el mejor choque de la primera fecha. El encuentro se resume en un inicio con mucho vértigo por parte del Sporting Estudiantil que a los 20 minutos del primer tiempo ya nos ganaba por dos a cero. La historia y las apuestas les daban la razón: el multicampeón distrital debía humillar a ese equipo nuevo y con jugadores recién sacados de las pistas. Pero luego de una puteada de padre y señor mío que se mezcló con las lágrimas de El entrenador, reaccionamos, marcamos el primer tanto a los cuatro minutos del segundo tiempo, cinco minutos más tarde empatamos con un gol de chalaca de Joselito que quedó para la postal de aquel año por el tremendo salto que dio para conectar el balón ante la sorpresa de los defensores rivales y el balón se coló por entre las piernas del arquero que atónito recibió los reclamos de medio estadio por no salir con el puño limpio a quebrar al delantero rival que había logrado el empate.

Pero el fútbol tiene esas cosas raras inexplicables para la ciencia y solo entendibles por el corazón. Faltando cinco minutos para culminar el partido tomé el balón en tres cuartos de cancha rival. Hasta el momento mi participación en el partido había sido calificada hasta mediocre. Tenía un dolor en el vaso del estómago. Ganas de vomitar y la tristeza de no hallar entre la tribuna a Vanesa. Por esos minutos ya había pedido el cambio y el Técnico, sabio él, decidió no hacerme caso bajo el argumento que me comportaba como una niña y que si no me desahuevaba me sacaría del equipo para toda la vida.

Con todo en mi contra tuve que seguir en la cancha. Y fue entonces que recibí por última vez el balón. Era el minuto 40. Toqué hacia la derecha rápido y me desmarqué del defensa rival. Desde entonces solo recuerdo que Joselito, quien había recibido la pelota, envió un centro venenoso al corazón del área, y la última sensación que tuve fue el sentir tres golpes: el primero, de la pelota pegando en mi frente; el segundo el grito estruendoso de la tribuna festejando el gol del triunfo, pues la pelota se metía por el ángulo, y el tercer y golpe final fue el puñetazo del arquero que haciendo gala de su piconería de perdedor estampó su guante sobre mi sien cuando la pelota ya inflaba la red. Caí seco, como un saco de papas sobre la cancha de tierra y no desperté más.

Al recuperar el conocimiento tenía la camiseta manchada de sangre y recostado sobre la banca de suplentes con una toalla húmeda sobre mi frente. Cómo es lógico pregunte sobre lo que había ocurrido y me contaron lo narrado, más el argumento de un tremenda bronca que se armó en la cancha. Hubo varios expulsados, el partido finalizado por faltas de garantías pues las barras de ambos barrios se habían agarrado a piedrones en plena cancha. César Cueto se había marchado decepcionado y con resguardo policial pues las barras ya se estaban robando las zapatillas, vaciando el kiosco, las cervezas y los cigarros. No faltó un disparo al aire y yo aun seguía privado por el golpe. Una vez restablecido el orden, sacaron a los hinchas de la cancha, se reinició el partido y jugamos los tres minutos sobrantes. Ganamos bien y para respetar el juego limpio los dos equipos nos dimos la mano con el odio en los ojos. Teníamos los primeros tres puntos en los bolsillos y la celebración del barrio asegurada.

Para esas horas y con una costra sobre mi cabeza ya había planificado buscar a Vanesa. Ella nunca se enteró del triunfo, la pelea y la huída de Cueto. ¿Quién es ese? Me habría preguntado Vanesa de haberla encontrado. Y yo me habría esmerado en explicarle que es el poeta de la zurda, el mejor jugador de la historia del fútbol peruano y lástima, aliancista. Pero ni la conversación ni el encuentro se pudo dar. Vanesa fue recluida en su casa aquella tarde pues al siguiente día comenzarían sus clases en un colegio fiscal por lo que, sabía, no la vería hasta el verano siguiente.

La historia de triunfo ya no se pudo repetir los domingos siguientes. Perdimos el segundo partido por 3 a 0, el equipo de mayores recibió una paliza histórica de 15 a 0 y las subsiguientes fechas recibimos las catanas respectivas, anunciadas e incluso apostadas. Regresábamos siempre al barrio con la cabeza gacha y la eliminación a cuestas. En cuanto a mí. No volví a anotar. Me expulsaron hasta en dos ocasiones y terminé siendo el peor jugador de la temporada. Eso ya no me importaba. Vanesa ya no estaba. No podría dedicarle un gol en el minuto final de un partido definitorio y regalarle mi camiseta llena de amor…

Y ahora, dos domingos después de haber bailado perreo, haber paseado por el parque y pateado el balón de los niños, los recuerdos de aquel verano bendito vuelven a la mente. Años después me mudé, los futbolistas de antes ya no son los mismos de ahora y solo queda escribir esta historia, alejado de Vanesa (recluida hoy en una Escuela de Policías). Entonces, una pregunta ronda por mi mente. ¿Qué hubiera ocurrido la noche previa al partido inaugural?, Sí, si la hubiera invitado. Quizá ella tendría la misma historia que contar: el gol, el puñete, la tribuna, mi camiseta. O talvez una muy diferente: las derrotas posteriores, las tarjetas rojas y el nocaut que un día recibí solo para perderme la huida de Cueto y el escape de un amor como el de aquellos años que se me fue de las manos. Sí, como el gol no celebrado, y los muchos otros anulados.

También estudié en una Pre…
Al guerrazo, primera prueba de este blog. Con datos anticuchos, pero que muestra algo de lo que será.

Escribe: David Gavidia.

Se ve nice. Y en su lenguaje media estofa no deja el apego por el chévere-pajita-pulenta. Y es que Natalia, que a sus 16 parece de 23, se escurre en la noticia, aflora su vocación indefinida y tiene en mente un futuro universitario. Bravazo. Ya no quiere ser la chica Cimas, menos ser un monstruo en computación, odia la administración de Cesca y habla su espanglish acholado, es decir, con mote al cono norte, acento miraflorino e ingles de colegio estatal. ¡It was awesome!, ¡It was fuckin' great!.No tiene vocación, hablemos con la verdad, pero tiene ganas de superación, lo que sociólogos y estudiosos de esta nueva sociedad llaman emprendedores. La Nata, que en su barrio la conocen como chola power y en el cole la cebolla china (puro rabo) esta fuerte y tiene talento. La hace de flight hostess – le dicen sus amigas-, otras le aconsejan seguir secretariado ejecutivo o corte y confección. Pero ella, que gusta de la radio, ama a David Bisbal y anda pendiente al top ten de Okey Tv, el canal interactivo, no tira la toalla, advierte su instinto comunicativo y pese a ser parte de ese 90% de alumnos sin vocación (según Sota Nadal y su Ministerio de educación) sigue pa’lante, gira, blasfema y ahora nos sale con el chiste que quiere ser comunicadora. ¡Horror!, diría el padre Martín, al unísono los niños del Hogar de Cristo chillarían e Iberico (así como van las cosas) pediría reelección.“Comunicadora comunicadora lo que es no…. Pero sí famosa, salir en la tele y ganar bien. Además de conseguirme un novio churrazo a lo Christian Meir en La Tormenta, así de troglodita e insolente”… pobre ilusa, dirían los entendidos.El caso, y sin medias tintas, la flaca, risueña, potona, curvilínea y chibola se tiene fe. Aprendió de Gastón Acurio: “querer es poder” y ella quiere y puede. Por eso anda con la moda de David Fischman, ha leído completo y sin pestañear Tus zonas erróneas, Padre Rico, padre pobre y de acá a un tiempo repite las frases de Deepak Chopra, poco le falta para unirse a la comunidad Cristiana del Espíritu Santo, allá en Breña, en el ex cine City Hall.De las chicas Pre.Entonces, que la Nata y su mancha se unen, caminan de Wilson a la Arequipa, invaden la ciclovía, se empujan, se joden, “se aruñan” y gata fiera que indagan por la mejor academia Pre. Esa institución que te ubica en el limbo de ser y no ser. No es colegio, menos universidad, es un apartado hueco que te señala de manera solapa la intención de ser algo por la vida pero sin ser nada en realidad. Eres un ex colegial y te falta mucho para el nivel universitario, eres un mocoso angurriento con sueños pero relajado, más pesan las legañas que los libros y las fiestas como el licor. “Te rompo la molleja, toma. Reviéntale el buche”, toma. La perroteca no falta, El Tumba ta’ cerca, el caso: estas en nada, tienes más libertad pero dependes de tus padres. Tienes más vida social, pero el permiso sigue restringido. No hay plata, hay tareas y el Break se convierte en punto de encuentro de giles y gilas que más están para la Boutique que para admisión (algunos ya tienen 3 en cartera). Conchudas, quieren San Marcos y Villarreal, pero sus separatas en A5 yacen vacías y sin ideas.En el hallazgo esta la primera intención: Qué la Pitágoras, qué la Trilce, qué la Pamer, qué la Sorbona, qué el APRA apoya, qué UPP, también. Muchas ganas poca intensión. La cosa es tapar el agujero e intentar seguir una profesión para dejar de ser tan misios, cumplir con los viejos o, también los hay, lograr una meta. Pocos, pero lo son.Homus brutusLos chicos pre, esos individuos ubicados en el medio de la bacanería, el acné y la confusión se ven torturados en el verano. Estudiar de 7 a 3, de 8 a 2 o de 9 a 6. No playa, no Dragon Ball, no fulbito.Te inundan separatas y –profesores complejo Freddy Ternero- te hacen creer que sí se puede. El champazo es legal, no quitan puntos por error y al menos uno ingresa debido a la fortuna. Seamos concientes, difícil, casi imposible que con un sistema educativo arcaico, profesores desaprobados en un 80%, escaso presupuesto (el 97% dirigido al pago de planillas) se logre un alumno capaz de seguir estudios superiores, intelectuales o científicos. Uno de cada 10 comprende un texto y seamos más drásticos, de 10 alumnos solo uno resuelve bien una ecuación. ¡Horror!, repetiría Martín. Auxilio…. SOS, Arjona.No a la pre. Conclusión, difusión.Uno. La Academia preuniversitaria es un mal menor pero necesario que se requiere debido a la mala preparación de los estudiantes, aquellos que se ufanan con ser el futuro del Perú sin imaginar que son el presente.Dos. Que la Nata esta buena no se niega, pero su fijación por ser un producto televisivo más no un difusor de cultura e información la descalifica para el puesto por lo que, esa falta de dirección hace profesionales mediocres, sin brújula y poco competentes. O sea, estamos jodidos.Tres y propuesta. Que los colegios se dejen de vainas y se abastezcan con una currícula propia de nuestra realidad sin copiar sistemas ajenos. No el modelo chileno, menos el cubano, sino uno que cubra nuestras necesidades: capacitación del profesorado, desarrollo en la capacidad lingüística y en su aptitud matemática.Cuatro (con yapa incluida): Mientras, las chicas pre siguen siendo punto de atracción, los chicos se engalanan de pirañería y la cosa nostra sigue de mal en peor. Así, patas arriba, mente cerrada.La yapa. Un día le pregunté a mi amigo Idel Vexler, viceministro de educación, “¿Cómo se puede mejorar la educación si el 97% del presupuesto se lo gastan en pagar sueldos?”, él, suelto de huesos no contestó a la duda pero me regresó a las oficinas del diario en una Mitsubishi Montero año 2005. Allí comprendí el kit del asunto. Bajé y recordé que no domino la tabla del 3, es un infierno la del 7 y la 9, además de que logaritmos me suena a Chisito o Kusi kusi. Y estudié en una particular. ¡Ja!.
Porque también la vida es Sueño

Segismundo en La vida es sueño se atrevió a mirar un mundo más allá de sus posibilidades. Entonces recitó:
"Yo sueño que estoy aquí
destas prisiones cargado,
y soñé que en otro estadomás lisonjero me vi.¿Qué es la vida? Un frenesí.¿Qué es la vida? Una ilusión,una sombra, una ficción,y el mayor bien es pequeño:que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son".
Entonces si Segismundo desde aquella infame prisión se atrevió a pronunciarse a hacer de su vida un sueño, por que no hacer de este espacio, un lugar para mirar la vida de manera lúdica y glúfica.
David Gavidia.