miércoles, 30 de enero de 2008


Adiós, melancolía…

Para aquellos que se marcharon. Para aquellos que dijeron adiós. Esta columna toca un tema universal: las despedidas, el sentimiento más noble.

Escribe: David Gavidia.

En los últimos días, y porque no, en los últimos meses, la palabra despedida resulta un término frecuente. “Todos se van”, suele acompañar la frase. Y siempre un halo de melancolía inunda el momento. Pero, como para bajar las tensiones, se suelta con ironía un “pero todos vuelven” que alegra la tristeza, que hace menos dolorosa la partida.

Pero ¡vamos, por qué tanto preámbulo!. Para ser sinceros y haciendo matemáticas simples: en los pasados 7 días asistí a 3 fiestas de despedida y un funeral. Dije cuatro veces adiós y brindé palmadas y besos a quienes decidieron ir a mejor vida. Incluso en uno de mis sueños me vi partir. Una enorme ola me tragaba. ¡Increíble!, observé mi propia muerte. Entonces, uno que está en la cúspide de su vida se pregunta: ¿vale la pena abandonar todo y comenzar de nuevo?, partir de cero para enrolarse en el ejercito de salvataje de una nueva existencia o, es simplemente un principio de incertidumbre. En fin… divagar no vale la pena.

Justamente, hace unos días, conversando con un amigo que decidió partir encontramos una respuesta conjunta al adiós: no es dolorosa la partida, es el simple proceso de saber que te vas y no poder hacer nada para remediarlo es lo que hace más triste el momento. ¡Carajo, las lágrimas tienen que caer!.

Las parejas cuando rompen suponen que deben regresar, el tiempo termina por darles la contra. Los viajeros cuando parten, intuyen que no volverán, las experiencias terminan por confirmar su intuición. La propia muerte resulta ingrata pero es la más franca, sabes que te vas para no regresar. No tiene complejos en ocultar tu existencia y refregarte en la cara que eres mortal. Para variar, y reitero, las lágrimas siempre acompañan el instante y se suele maldecir el momento.

A modo personal, detesto las despedidas. Odio los aeropuertos, evito los entierros. Es tomado como un acto de bajeza el no despedirme, dar la espalda y decir: “seguro nos volveremos a ver”. Nada más falso, la peor forma de arrugar la tristeza es inventando frases cursis y metódicas. “Envías fruta”, es una clásica. Por qué ocultar los sentimientos entonces, por qué hacerlo con una sonrisa fingida, los ojos enjuagados y la voz entrecortada. Sonreír es el acto más puro y sincero, pero se marchita cuando se fragua para apaciguar un tumbo en el corazón, un tirón en los nervios, una patada en los huevos. Duele marcharse y hay que aceptarlo. No seamos maricones y lloremos ante la partida. Y es cierto, duele saber que ya no estará (s), entender que se fue. Imaginarte sin ella, saber que tu vida se acabó en él. Por que es cierta la frase esa: “una parte de mi murió contigo”. Ridículo, tal vez, cierto, en su totalidad. Se muere parte de la vida con un adiós, las nostalgias son almas en pena que buscan un rincón para llorar, un bar para beber o un prostíbulo para el intercambio de amor.

Esta columna, sin sentido para muchos, nada coyuntural para otras, es sin duda una dedicatoria a quienes se marcharon y se seguirán yendo. El 2006 fue el año del adiós. Este 2008 se vine con sorpresas. Y todo esto se hizo más sentido cuando entré en conciencia que la única forma de encontrarme con la gente que quiero es en funerales (o matrimonios, que es la misma vaina). Si pues, la forma más digna de encontrarse cara a cara con la eterna despedida. Y de paso sentirse más viejo. Aunque la vejez no siempre esta relacionada a la muerte, a la partida, que es una forma de crecimiento de dos personas o más, pero que siempre debe ser llevada con estoicismo hasta el final. Total, las despedidas siempre duelen y el dolor es parte de la vida. Entonces, qué vengan más adioses, que siempre habrá vino para brindar y ojos para llorar.

martes, 29 de enero de 2008

‘‘Estoy vivo porque Dios estuvo a mi lado’’

Richard Nina, el sobreviviente de La Victoria. Estas fueron las primeras declaraciones del único sobreviviente de la caída de un muro en construcción, en La Victoria. Cuenta cómo vivió las trágicas horas que permaneció enterrado vivo.

Una historia de David Gavidia.
Foto (cortesía): Roberto Cáceres. La República.

No hay que llorar. No hay por qué, varón. Sonríe, levanta esos ánimos. Y ahora que está vendado, con las heridas cicatrizando por todo el cuerpo, es increíble verlo tan recuperado. Sonriéndole a la vida y agradeciéndole a Dios. El ser omnipotente, que, según afirma, le salvó la vida y le permite respirar el aire que ahora goza y que el fatídico miércoles 12 de diciembre se le acababa al caerle encima toneladas de tierra y piedra. Este es su testimonio:

"Ya estoy saliendo de lo peor. Recuperándome. Mi alegría es inmensa por salir vivo de ese derrumbe, pero también me siento un poco adolorido por todo lo que ha pasado y apenado porque mis compañeros de trabajo fallecieron".

Richard Nina Paucará, de 27 años, está sentado en una cama de la Unidad de Cuidados Intensivos del Hospital Dos de Mayo. Lo rodean sus amigos, curiosos, gente que lo saluda, le dan ánimos y hasta no falta un carajo que nunca está de más cuando se trata de dar temperamento, ganas de mirar con desprecio a la adversidad.

"Lo que más me alegra de estar vivo es poder ver la luz del día, estar con mi papá, mi mamá, junto a ellos y mis amigos que vienen y me dicen: "Richard, ya todo pasó, tú tienes una fortaleza y esto de acá (mira de reojo su brazo mutilado) no te va a derrumbar. Estamos orando por ti, me dicen, y eso me da ánimos". El padre de Richard, lo oye. Imaginamos que con cierto orgullo, también con mucha preocupación. Y más cuando el hijo cuenta la historia que le tocó vivir.

"VI TIERRA POR TODOS LADOS"
"Todo fue tan repentino. Trabajábamos con mucho apuro cuando vimos que de pronto todo se desmoronaba. Entonces solo vi el concreto que caía. Tierra que estaba por todos lados. Tuve suerte que tres grandes piedras me aprisionaron, pero también me protegieron. Fue una milagro que no me aplastaran. Una cayó a mi derecha, otra a mi izquierda, otra al centro. Solo una cayó sobre mi brazo y lo perdí, pero eso ahora no importa, es mínimo, si ya logré sobrevivir", dice, con convicción.

Luego de un silencio en el que se le parece quebrar la voz y sus ojos se van nublando de lágrimas, se recompone, sonríe. Se soba las heridas y recuerda las más de diez horas que pasó enterrado en vida.

"Bajo tierra tenía una gran fe en Dios. Él me dio fortaleza para soportar. Cuando estaba entre los escombros nunca perdí el conocimiento, siempre estuve lúcido esperando a que viniera la máquina que escarbaba, pero pasaban las horas y no escuchaba nada. Cuando ya habían pasado más de diez horas, sentí que mi cuerpo se derrumbaba".

"NO VEÍA LUZ EN EL CIELO"
"Oré con toda mi alma y me despedí de Dios, de mi padre, de mi madre, pedí perdón por mis pecados y cuando cerré los ojos para buscar la luz en el cielo, no la hallaba. Entonces le pregunté a Dios: ¿Cuándo encuentro la luz para irme a tu lado, contigo? Tanto tiempo estoy acá y no aguanto, le dije. Allí sentí que alguien estaba a mi costado, imaginé que era Dios y me daba fuerzas. Seguramente tenía algo para mí, creí poder salir en algún momento… Allí fue cuando escuché la excavadora".

La imagen fue captada por un canal de TV. La pala mecánica sacando la tierra de los escombros y de pronto una cabeza. Era Richard. "¡Esta vivo!, ¡Esta vivo!", gritaban los bomberos.

Los mismos alaridos los oyó el joven constructor que, recuerda, sintió desvanecer el cuerpo faltando tan poco para su rescate. "La tierra ya había envuelto todo mi rostro. Le dije a Dios, con un poco de cólera, me vas a recoger después de haber aguantado tanto tiempo. Si esa es tu voluntad qué se va a hacer". Con el último suspiro que le quedaba gritó: "¡Ayudaaaaaa!..." fue allí que movió la cabeza. Los bomberos lo salvaron. Fue un final feliz.


PIDE BRAZO ORTOPÉDICO
Ahora más recuperado, Richard piensa en el futuro. Quiere trabajar en su profesión: computación e informática. Pide a las ONG le donen un brazo ortopédico. Pide también que en el futuro no lo discriminen y encuentre trabajo. Sobre su brazo mutilado le resta importancia, porque asegura que vive de milagro. Esa pérdida recién la está asimilando.
En su lecho del Hospital Dos de Mayo afirma que el caso suyo y el de sus compañeros no debe quedar impune, sobre todo con los familiares que perdieron a sus seres queridos.

Refiere que el lunes lo visitó el hijo del dueño de la empresa constructora. Le pidió (en un mensaje subliminal) que no "maleteara" mucho a su padre cuando hable con la prensa. Pero no puede evitar denunciar cómo se trabajaba all: No contaban con medidas de seguridad. Solo les dieron un casco para protegerse. También refiere que muchos obreros sufrían heridas en su labor, pero nadie se animó a renunciar ni a denunciarlo por temor a perder el trabajo. Allí permanecían 10, 12 horas, o más. El único objetivo de los contratistas era acabar como sea el edificio, ese que acabó con la vida de ocho obreros, ocho de sus amigos. ¿Y él? El único sobreviviente, el que puede contar lo que sucedió. Regresó a la vida, sí, y Dios estuvo a su lado.
El artista que dejó los puñales

Luis Cueva Manchego, alias, LU.CU.MA. Ex bandido, pendenciero y putañero. Los siete pecados capitales reunidos en un hombre que encontró en el arte la liberación de sus fobias. Si un día mató, hoy lo retrató.


Una crónica de David Gavidia.
Fotos (cortesía): Virgilio Grajeda. La república.


Primero nos dice que se parece a Chacalón. Que sus iniciales LU.CU.MA, no eran más que la abreviatura de su nombre: Luis Cueva Manchego. Que pinta, que dibuja, que se halla plantado. Primero desconfía, no quiere conversar. Dice que declararle a periodistas le trajo problemas. Que su familia lo rechaza por lo que fue y por lo que es. Que no lo comprenden. Que si fue un bandido se debió a cosas del ayer, que si mató, robó y se drogó fue cosa del pasado. Ya está plantado, no quiere más problemas. "No por las huevas me comí 23 años en prisión".

Y ahora no vale desconfiar. Pese a su mirada cómplice, pese a que viste como militar, pese a que detrás suyo se alza pintado un Cristo chuceado, tatuado y con dolor. LU.CU.MA –ese hombre que hizo de sicario en el campo– expone sus obras en el Centro Cultural de la Escuela de Bellas Artes. Allí se retratan asesinatos en los Andes, guerrillas en la selva, la vida en los penales. Todo parece una exageración. Un exceso o una oda a la violencia, pero nada, Chacalón lo justifica diciendo que solo dibuja la vida dura, lo horrendo que hay en el mundo. Y todos, con ese tonillo chillón de cartel cumbiambero.
LU.CU.MA se muestra parlanchín. Ya entró en confianza. Pero nos pide un sencillito. ¡Aguja!, le decimos. Entiende. Conoce de miserias.

Heridas del ayer
"Estuve en prisión por homicidio, asalto, lesiones y por huevón. Ahora hago pinturas sobre el dolor. Mis cuadros hablan de los maltratos, violaciones, cosas horrendas. El sufrimiento de los presos en la prisión, trato de dar a conocer el mundo real de los penales", dice con la autoridad que le da haber pasado más de dos décadas encerrado.
Tras un breve silencio, continúa su relato. "Entré por primera vez al penal en 1969. Fue en Maranguita cuando tenía 16 años. Por una bronca, le rompí el hocico a un fulano. Luego, me internaron en el Larco Herrera, me volví a escapar y me fui a vivir a Mendocita en La Victoria. Allí anduve con mi compadre el Loco Jano, el Loco Malambito. Aprendí el mundo del hampa, a agarrar chaveta, a bronquearme y a drogarme. A los doctores del Larco Herrera les robaba heroína, morfina. Luego le entré al LSD, marihuana y pasta. Un día, cuando salí de prisión todo duro me encomendé a Dios y le dije: Si realmente existes, quítame este vicio, mira que tengo una hija. Nunca más volví a drogarme". Quizás por eso, el Todopoderoso es un personaje frecuente en su trabajo.

Su historia retumba en las paredes. La oyen, ahora, los turistas, los visitantes de la muestra, los jóvenes de Bellas Artes. Lo rodean, algunos la comentan. Otros negocian su obra, la que asegura, como la biblia, puede romper el corazón pues "la palabra de Dios penetra más que dos espadas hasta los tuétanos y discierne los pensamientos y corazón".

LU.CU.MA usa dos relojes, como buen "bandido", afirma. Vive en Iquitos, tiene 55 años y se dice fuerte y poderoso. Asegura le gusta la chicha, paraba en la carpa Grau y anduvo por el Cerro San Cosme, desde allí nació el apelativo Chacalón, por su parecido físico. Entre quienes lo ayudaron en el mundo del arte estuvieron Gustavo Buntix, Christian Bendayan e incluso –afirma que pese a las maleteadas iniciales– la misma Magaly Medina le tiene respeto.

De los penales
En sus obras también se retratan diversos personajes. Todos marginados. Tampoco están fuera la política, la corrupción, la deslealtad, el terrorismo, los íconos populares: Sarita Colonia, lo "cholo", las armas, la sangre. "Siempre uso sangre", detalla.
Para sus cuadros usa esmalte sintético, por lo que un cuadro suyo puede durar años. Recuerda –a cada rato– que no tiene plata, que nació en la pobreza pero que saldrá de ella por su arte, pese a que acepte que sea difícil por sus chuzos y tatuajes.

Y es que LU.CU.MA, este ex tísico, tuberculoso y de pulmones destrozados, no se anda con vainas. Ya piensa volver a Iquitos el mes próximo, allí, donde nadie lo jode. Ahora nos dice que ‘nos arranquemos’, que ya se cansó, que tiene que ir a vender unos cuadros. Otra vez nos insiste con el sencillo. Le repetimos ¡Aguja! Parece entender. De cargoso le mencionamos la palabra reincidencia, y él responde: Nooo, desde que salí de la cárcel ya no hago cojudeces. Solo pinto.