viernes, 28 de enero de 2011

Un librero trashumante


Jorge Vega “Veguita”
Un librero trashumante

Rediseño. En julio del 2010 publiqué la crónica de Jorge Vega, “Veguita”. No me gustó. Decidí reescribirlo y agregarle nuevos pasajes, más historias. Quitarle la estampa del último gran librero de Lima, para mostrarlo ahora, más Vega que nunca. Este fue el resultado.

David Gavidia.


La vida te ha golpeado, Vega. No jodas, tú lo sabes. Estas sentado frente a mi y tienes la columna dañada. Y por eso te vimos entrar al bar Croata jorobado, arrastrando los pies de viejo caminante. ¿Qué pasó?, te preguntamos, y lo justificas mal, evocando tus años mejores, cuando te lucías metiendo letra o corriendo tabla en La Herradura. “Cargaba piedras de 40 kilos antes de ingresar al mar. Era para calentar, eso con los años me dañó”, dices. Y trato de creerte. O bueno, sí, te creo. Tus amigos me han contado que eras un nadador estupendo y un afanador con clase. Un pingaloca-intelectual y un doctorado en el mundo de las putas y los libros. Eras un envidiable, Jorge Vega. No, en serio, lo eres.

Ahora, como prueba, sacas de un sobre las fotos de un Vega musculoso, de un Vega de cabello largo y en traje de baño. De un Vega de otros tiempos. El Vega que tengo frente a mi viste un polo rojo y un gorro crema. Un pantalón de dril oscuro con algunas manchas blancas de no sé qué y unas zapatillas desgastadas. El Jorge Vega de las fotos coquetea con una rubia, y el que está en mi delante pide un anís Najar y un vaso con agua. El de la foto brinda con cerveza helada en un vaso de dos litros, y el de ahora, no toma chela, la salud no se lo permite. Es la luz y la sombra de un viejo soldado que evoca los tiempos mejores. ¿Es el ocaso del último librero de viejo de Lima? “Yo no voy a morir”, responde.

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A los cuatro años leyó su primer libro. “Corazón”, de Edmundo de Amicis. ¿Lo leíste?, me pregunta. Y le digo que sí, dos veces. Pero le oculto que es de la literatura más aburrida que me tocó leer. En cambio tú me hablas del diario del niño, de las nostalgias, del campo y la ternura del personaje. “Maravilloso libro”, dices. Yo quiero responder que en realidad lo leí dos veces, pero que nunca pasé del 28 de octubre, que debe ser la página 32. En cambio tú, sigues hablando con soltura, pero sobre todo con la memoria intacta, sobre los pasajes del texto y las fechas que más te emocionan. Me siento incómodo…

El libro se lo regaló una madrina pudiente. Nunca falta una en la familia. Y sí pues. Tenías cuatro años cuando lo tuviste entre tus manos. Fue un seis de diciembre de 1939, el día de tu cumpleaños. Esperabas un juguete del Llanero Solitario, pero a cambio recibiste una bolsa con libros. Desde entonces, iniciaste tu vida plena de voraces lecturas y de amores tan húmedos como las copas que frecuentas en las cantinas de esta Lima sin corona, todavía a tus 75 años.

“Desde aquel día ninguna biblioteca es perdonada por mi”, dices, sin pavonería. Debes de ser de las personas que conozco que más ha leído en su vida. Y aun lo haces con una costumbre monasterial. Además de los libros que vendes y lees, cada madrugada antes de dormir, tomas El Quijote y repasas unas cuantas líneas, al azahar. “A Cervantes lo leí por primera vez a los 8 años”, dices, como el lector infatigable que eres. O mejor aun, como el “malabarista de la palabra”, como tan bien te definió Toño Angulo Daneri.

Me preguntas cuantos libros leo. Y te respondo que en promedio uno al mes. Quizás dos. La falta de tiempo, la chamba, los amigos… en fin, justifico. Tú me respondes que –a mi edad- podías leer uno por día, tres… me parece una alucinación. Pero decido creerte. Y envidiarte.
Memoria, autores, sobaco

Recuerdo cuando ingresabas a la redacción de La República y se armaba un pequeño jolgorio. En serio, y no es patería. Tenía tu hora cronometrada. Más o menos entre las 7.30 y las 8 de la noche. A joder en pleno cierre. Te acercabas -y no sé si será así siempre- pero con mi jefe de aquel momento, Carlos Paucar, se mandaban besos, se insultaban con sutileza. ¡Ay, llegó la Vega!, te decía. Y tú respondías con frases curiosas, siempre en doble sentido y con mucha inteligencia. Llegabas con los libros bajo el brazo, Mariátegui, Raymond Chandler, Bradbury, Wallace, Dos Pasos. A 10, 20, 30 soles. Y carajo, que mi sueldo precario nunca me alcanzaba. Fiabas, claro, pero después cobrabas (qué eso era lo malo).

Ahora cuentas que siempre has tenido buena memoria. Que nunca se te escapa un deudor. Tú memoria es privilegiada. A mi se me olvidan promesas y costumbres. Tú, con 50 años más que yo, eres capaz de recordar hasta los céntimos atrasados. ¡Eres un grande!
Te pregunto sobre tú chapa, el Sobaco ilustrado y te cagas de risa, Vega. Ya se sabe que es porque caminas con los libros bajo la axila. Pero quería escucharlo de tu propia boca. Pero bueno, me cambias de tema. Me hablas de tus clientes ilustres: Pablo Macera, Fernando Ortiz de Zevallos, César Lévano, César Hildebrandt. De este último me cuentas que organizaste su despedida de soltero en un puterío de la vieja Lima. En fin, también me cuentas que ni bien llegó salió disparado. “Una morena se lo quería levantar al Chato-recuerdas- pero él se escapó… le decíamos ven, pues… ven… pero él se corrió”. No aguantó ese mundo de bandidas lumpen que a ti tanto te gustan.

Y ya que me hablas de mujeres. Ahora recuerdas tus primeras inquietudes del bajo vientre. Comenzaron a los 14 años. Con una charapa menor que tú. “Tenía 13. Jugábamos a las escondidas y bueno… para qué seguir contando”. Es un caballero. Allí se convirtió en un adicto al sexo sin amor, que es el deporte del flirteo con placer.

- ¿Se enamoró usted, Vega?
- No. Era perder el tiempo. No había tiempo para el amor cuando todo era sexo… ¿qué tiempo para el amor hay?

Sin embargo, Toño Angulo describe el primer gran amor de Veguita: “Fue una puti-doncella que lo expulsó de su cama cuando descubrió que no era el ladrón prófugo y aventurero que había dicho, sino apenas un poeta de versos tristes y huidizos”.

A los 16 años, Vega, ya eras periodista. Pero por lo que me dices, lo que más te gustaba eran los cierres, o mejor dicho, las salidas. Por la noche, visitabas El Trocadero, el Cinco y medio o Huatica. Alguna vez la policía cayó en operativo y te encontró menor de edad, pero vestido como viejo. ¿Te canearon? “No”, me cuentas. ¿Qué pasó? seguro y pendenciero le dije: “jefe, estoy en misión informativa”.

El periodismo de esa época lo recuerda con nostalgia. “No teníamos necesidades de plata. Nos permitíamos ser felices. Teníamos de todo: comida no nos faltaba, alegría no nos faltaba, mujeres no nos faltaba y plata de vez en cuando teníamos en el bolsillo. Vivíamos orgiásticamente de la noche. Cuando veíamos el amanecer comenzábamos a requintar porque se acababa la fiesta”, dices. Y me conmueves, conchesumare. Disculpa la lisura, pero no hay mejor forma para describir este momento.

Ahora me hablas de tus tiempos en Última Hora. Hacías deportes: pero no sabías “ni mierda de deportes”. Y en El Peruano fuiste corrector de estilo. Pero tu mayor frustración fue el no corregir al Perú. Hiciste periodismo por nueve años y dejaste de serlo porque mejor te iba vendiendo libros, pero sobre todo. Y muchos no sumamos a tu forma de pensar: porque no soportabas el tener jefes.

De tus recorridos nocturnos te queda un recuerdo. En Surquillo, en el bar Los Cholos. Tomabas cerveza y siete sujetos te atacaron con chaveta. Tú a botellazo limpio los enfrentaste. Y si bien, escapaste. A uno le rompiste una silla de 14 kilos en la cabeza. “Murió el fulano”, cuentas. Pero te enteraste años más tarde cuando un auxiliar de la PIP te lo contó. “El tipo era de alta peligrosidad y su muerte no importaba”, te dijo.

- ¿Y no se arrepiente, Veguita?
- No me arrepiento de nada de lo que he hecho ni nada de lo que no he hecho. En la vida no hay lugares para el arrepentimiento.

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Ahora Vega tienes una vida diáfana. Despiertas a las nueve de la mañana. Te preparas un tacu-tacu o lomo saltado de desayuno. Recorres las calles en busca de libros y por la tardes visitas La Herradura. Vega, entonces, te pones nostálgico.

Hace un año no ingresas al mar por tu problema en la columna. Se te han juntado dos vértebras, han dicho los doctores. Y te sientes jodido. Por eso caminas jorobado. Pero te inyectas optimismo: “En una semana me zambullo”, dices, y observas tus retratos llenos de vida, llenos de sonrisas, llenos de un blanco y negro memorable. Musculoso Jorge Vega, afanador Jorge Vega, librero Jorge Vega...

Es en este momento que te pides otra copa de anís Nájar y recuerdas tus paseos por Europa recorriendo el Museo Del Prado en Madrid o las interminables caminatas por la Vía Veneto, en Italia. Pero vuelves a lo mismo, Vega. “Allí me metí los polvos extranjeros más maravillosos de mi historia”.

- ¿Tienes familia, Vega?
- Vivo con mis hermanos en Matute, todos solteros y con malas intenciones
- ¿No te sientes solo?
- Todos estamos solos, ocultamos la soledad a través de la conversación y la amistad y el jolgorio para no pensar en el terrible problema de la propia muerte.
- ¿Hablas de muerte Vega? (Tú Vega, que siempre te oí hablar de vida) ¿Temes a tu muerte?
- No, porque es la cosa más natural del mundo. Además, mis moléculas engendrarán vida. Yo voy a seguir viviendo.
- Cambiemos de tema ¿Alguna vez escribiste?
- Todos escribimos cojudeces en algún momento de nuestra vida.

Y ahora comienzas un nuevo monólogo en el que te declaras ateo, fanático de Ray Bradbury y sus Crónicas marcianas con prólogo de Borges. Y encima tienes la concha de recordar los párrafos enteros. Y yo te respondo que La Tercera expedición es la mejor, y que Capitán Spender logró conmoverme hasta el hartazgo de querer admirarlo, así sea un personaje de ficción. Él nos demuestra cómo los humanos somos capaces de destruirnos. ¿Serás tú, Vega, una especie de capitán Spencer? ¿Exagero? Pero lo sé…eres de una rara especie en extinción.

(Sonríes).

Ahora miras el reloj. Y me dices que debes ir a Caretas. Debes llegar antes de las 6 para que te den un ejemplar. Me doy cuenta que la noche aprieta y andas ansioso por irte.

-Bueno, Vega, disfruta la noche.

Y claro. Ahora me recitas a Ventura García Calderón: “El día tiene doce horas... pero la noche es eterna”. Sales del Croata. Inicias tu periplo. Adiós.