miércoles, 30 de enero de 2013

"Todos somos peruanos, carajo, y debemos querernos"


Texto: David Gavidia.
Fotos: Víctor Vásquez.

El inconfundible Camotillo tinterillo, el gran Nemesio Chupaca, el hombre andino que llevó la picardía a la televisión, con chispa, joda, con esa pendenciera forma de tomarse la vida riéndose de si mismo como expresión de valor: Tulio Loza, el Cholo de Acero Inoxidable mira con desconfianza esa ola racista que en los últimos días ha tomado por asalto la campaña por la revocatoria en  Lima. Los insultos en las redes sociales, las declaraciones torpes de voceros por el “Sí” y por el “No” en los medios de comunicación. Esa tonta idea de segregarnos por pensar distinto y ser distintos. Entonces, quién mejor que él para respondernos a la pregunta ¿Qué opina del racismo, don Tulio?

“Es increíble que exista el racismo en nuestro país. Son cosas satánicas que llevamos los peruanos desde la colonia. Esa tontería de discriminar al cholo, al negro. Este es un país de todas las sangres, como bien dice mi hermano y mi paisano José María Arguedas. Acá somos cholitos, negritos, blanquitos, sacalaguas, descendientes de alemanes. Nuestras regiones tienen idiosincrasias distintas pero somos una sola cultura. Somos de la Costa, de la sierra, de la selva… ¡todos somos peruanos carajo y debemos querernos!”, dice Tulio Loza en las afueras de una clínica oftalmológica donde acude, desde hace unos días, para su control luego de la operación a los ojos que fue sometido producto de un glaucoma. ¿Se oxida el cholo de acero inoxidable?... se ríe.

Hace unos días una nefasta frase publicada en un diario local y que no vale la pena reproducir intentó parodiar otra parodia. La que el abogado sanmarquino Tulio Loza acuñó con su personaje Nemesio Chupaca: “Cholibiris nunca bonus. Si bonus nunca perfectis. Si perfectis, siempre cholibiris”. Obviamente la forma en la que esta vez fue usada no tuvo ni la gracia ni el ingenio con la que Loza la empleaba. Por el contrario, sirvió para crispar los ánimos de una población sensible y antirracista, pero también para recordarnos que hay otra parte del país que vive dando la espalda a quienes tienen diferente color de piel.
“Es una frase que me la decía una tía que creía tener sangre azul. Mi tía Bonifacia… y yo la usaba para burlarme de mi mismo que soy cholito. A ella decía: pero tía, entonces yo también tengo abolengo, si tenemos el mismo apellido”, recuerda, jocoso.

Y luego prosigue: “La discriminación en nuestro país no nos favorece. Los que la practican están llenos de complejos y de cosas cursis que ya no están para este siglo. Y todavía ocurre en un gobierno que es “inclusivo”. Bueno, solo queda reírse”, explica este hombre nacido en Abancay en 1937, pero que –según su propio testimonio- tiene más de veinte años y menos de cien.

NUNCA SE SINTIÓ DISCRIMINADO. Tulio Loza, metro 70 de estatura, dientes envidiablemente blancos y dueño de una picardía que conquistó la tevé en los ochenta, afirma que nunca se sintió discriminado. Por el contrario, siempre se supo querido, siempre lleno de fuerzas para demostrar que es un pendenciero, un hombre de campo que conquistó la ciudad. Quizás, y lo dice con la misma sonrisa que le hemos visto ciento de veces en la televisión y por el Youtube, “me ayudó el hecho de ser blanquiñoso y tener pelito en el pecho… ¡mira!”, dice y lo muestra como lo hacían con aquellos personajes suyos.

“Yo iba a las fiestas y pedía huaynos. No te niego, sí había discriminación hace 50 años y por eso a muchos les daba vergüenza hablar en quechua. Yo hablaba en quechua y mis paisanos no me respondían. Había complejo, una discriminación asquerosa… y yo en la televisión me encargué de borrar todo eso”, afirma con orgullo, quien hace poco personificó a Don Emiliano Pampañaupa en la serie Al Fondo Hay Sitio y que lo devolvió a la palestra. Es por ello que una niña se le acerca y le pide un autógrafo. Su padre, quien está con ella, le pide una foto. Claro, es Tulio Loza, en vivo y en directo.

Para este hombre que ha lanzado su página donde encuentras “wolpeypers”, películas, y sus personajes con el objetivo de que lo vean más “cibernético” y hasta en la “Huev”, hay tres “cholos” que hicieron algo por levantar de manera grandiosa la imagen del hombre andino en nuestro país.

Los enumera, sin orden de mérito y sabiendo que su aporte ha servido para reconocer nuestra historia, nuestra raza, nuestra cultura, nuestra habilidad, sacrificio y talento: Hugo Sotil, quien hizo magia en el Barcelona de España y recordado por destrozar las cinturas madrileñas; Luis Abanto Morales con su hermoso canto y poesía llena de frases que salen de la vena: “Soy tu cariño; tu eres mi vida pero apartarnos, solo el señor”; y- además, dice- el gobierno de Belaúnde porque “habló del Perú profundo”.
“Ellos son los elementos que ayudaron a que nosotros los cholos salgamos al frente y nos podamos sentir orgullosos de lo que somos”, dice.

Luego habla de esfuerzo, del sacrificio, del valor con el que nació nuestra raza. Menciona ejemplos sencillos: “Tenemos a Lima Norte, no le decimos cono porque es peyorativo. Lima Norte es una ciudadela con mucho progreso. Una ciudad bella. Y ese progreso se lo debemos al éxito de sus propios cholos que lo lograron y sin ninguna ayuda del papá gobierno”.

Después, nos suelta unos chistes que llevan su sello. Son graciosos, llenos de picardía, la  misma que conquistó el teatro, la televisión, el cine y ahora la internet con su página web y su espacio en Facebook. Un hombre bueno que también tiene su aporte al país: hacer que nos reflejemos los unos a los otros, gracias a su arte, gracias a su humor.

jueves, 24 de enero de 2013

La triste espera



Texto: David Gavidia.
Fotos: Christian Salazar.

A los 19 años los terroristas mataron a su padre y dos hermanos. Huyó de Huancavelica. Dejó el campo, que significa perder el ganado, las cosechas, el trabajo y huir junto a cinco hermanos y su madre hacia donde no los alcance el horror. 

Han pasado 29 años y sería mejor no hacerle recordar aquel episodio a Juana Carahuanco Tello, pero es inevitable preguntarle por aquella madrugada de 1984. La historia la cuenta con silencios intermitentes. Solo interrumpidos por el perifoneo de los comerciantes del Mercado Huamantanga, de Puente Piedra, donde vende tubérculos desde las cuatro de la mañana hasta las ocho de la noche. Ese poco dinero –o como dice ella: “el sencillo que me gano”- lo usará para mantener a sus tres hijos y a su madre, de 76 años, quien tiene la salud quebrada.

Durante la conversación mencionamos la palabra “reparación” y al oírla su gesto es extraño. Una sonrisa, mezcla de sorna e incredulidad, va acompañado de  un “ay, joven”, que más parece una exhalación de resignación para recordar que el panorama–al menos para ella- no es alentador. Nos referimos a la reparación económica que sigue sin llegar para miles de víctimas del espanto que vivió con crueldad  nuestro país entre las décadas de los 80 y 90. “Qué te puedo decir”, insiste. Hace años sigue en la espera de que su nombre aparezca en alguna de las listas y acceda a un dinero que si bien no paliará la pérdida de su padre y dos hermanos, al menos le serviría para darle una mejor calidad de vida a su madre.
  
-“Creo que nunca llegará…tantos años, es una burla”, dice ahora en su casa en el Asentamiento Humano San Pedro de Choque, en las alturas de Puente Piedra y a veinte minutos en mototaxi, desde el Mercado Huamantanga. Su hogar está muy alejado de los grandes comercios de la Panamericana Norte, que desde el cerro, se pueden ver como objetos extraños que reafirman los grandes contrastes que hay en la capital. Aquí arriba: casitas de madera, chozas sin techo, colchas que hacen de paredes, ambientes construidos con piedras extraídas del cerro… un todo de miseria por donde se mire. Allá abajo: cines, pollerías, tiendas de electrodomésticos, grandes industrias. Y a 40 kilómetros, Palacio de Gobierno.


“Nosotros somos víctimas y no nos reparan”, repite Juana, ahora con indignación. “Bueno pues, yo sigo luchando. Lucho por mis hijos, por mi madre y mis hermanos, hasta ahora. Ellos se quedaron huérfanos chiquitos y no recuerdan a mi padre. No acabaron el colegio, con las justas terminaron primaria, por eso es difícil cuando van a buscar trabajo y ven que no tienen estudios, o secundaria al menos… y los rechazan. Entonces ellos se tienen que cachuelear, hacer mototaxi, limpiar casas, pero igual no les alcanza cuando se tiene una madre enferma y mantener a su familia. La reparación no llega, y si llega, nos van a dar 10 mil soles. Al menos es algo, ¿Pero 10 mil soles es lo que valorizan la vida de mi padre que mataron a balazos y de mis hermanos que mataron tirándoles piedras en la cabeza?”.


La cifra que Juana menciona es el monto que establece el Decreto Supremo 051 de junio 2011 y que diferentes asociaciones de víctimas piden se modifique. En su artículo tres señala que la reparación es de 10 mil soles por víctima desaparecida, fallecida, o aquellas que sufrieron violación sexual o tienen discapacidad producto de la violencia que vivió nuestro país en aquellos años.


Las víctimas y sus familiares, como Juana, piden que el monto sea de 39 mil soles, como se reparó a los “ronderos”. “Con ese dinero podríamos poner un negocio con mis hermanos y darle una mejor calidad de vida a mi madre”, dice Juana, quien sabe que si fuese beneficiada, los 10 mil soles tendrían que ser repartidos –como establece el Decreto- en 50% para la esposa de la víctima; y el otro 50% en partes iguales entre los familiares, en este caso, los cinco hijos recibirían mil soles cada uno. “Imagínate si fuéramos 10 u 11 hermanos, cuánto nos tocaría ¿200, 500 soles por la vida de mi padre y hermanos?”.


UN RINCÓN ALEJADO. El asentamiento Humano San Pedro de Choque alberga a una numerosa población de víctimas del terrorismo. Muchos de ellos son del anexo Mesacocca, de Huancavelica. Pueblo que sufrió el ataque de Sendero Luminoso y luego fue incendiado como cruel registro. Mucho perdieron a sus madres, hermanos, hijos. Muchos huyeron espantados con lo que sus ojos vieron.


- ¿Cómo es que llegan acá?- Huimos del terrorismo. Yo recuerdo algunas cosas porque tengo 33 años, pero sí tengo en mente cuando dormíamos junto a los ríos y sin frazadas para protegernos. Me acuerdo cuando los terrucos apuntaron en la cabeza a mis padres para asesinarlos. Por suerte no los mataron, pero esa noche huimos. Al día siguiente los senderistas volvieron e incendiaron el pueblo.


Quien responde es Delia Pariasulca Huamaní. Su madre, Marcelina Huamaní, acaba de fallecer. Murió esperando una reparación y con fuertes traumas psicológicos por lo sucedido. Ella no pudo acceder a un tratamiento. “Era muy caro”, dice. “Falleció con la expectativa de ser reconocida como víctima, como desplazada”, recalca. Pero esa posibilidad nunca llegó. Así como su madre, también nos cuenta que murió su vecina, la señora Tomasa Quicaño Hilario, quien sufrió en carne viva la insania de Sendero Luminoso.


Si bien, ambas murieron en la espera de ser reconocidas como beneficiarias, hay unas 3 mil 200 que sí figuran en listas para recibir su indemnización pero fallecieron antes de cobrarla. Su alicaído estado de salud, la avanzada edad y la extrema pobreza son algunos de los factores que influyeron. Los fallecidos representan el 5% de los 69 mil 132 inscritos para acceder a la compensación económica. Hasta el momento, solo 17 mil personas han cobrado su reparación económica.


“No puede ser que se mueran sin ser reconocidas y en condiciones de mucha pobreza…ellas también son víctimas. Dejaron todo en su pueblo y a muchas torturaron y violaron. Ahora a nosotros el Estado debería de reconocernos como desplazados”, dice Delia, quien se inscribió en el Registro Único de Víctimas, pero ve difícil obtener alguna reparación. “Nosotros como desplazados podríamos acceder a la reparación colectiva”, dice, y recuerda que hace poco el presidente Ollanta Humala entregó a los pobladores de Lucanamarca, Ayacucho, como reparación 100 mil soles a cada una de las comunidades de Carmen de Alanya, Santa Rosa de Ccocha, San Antonio de Julo, Luccanacasa y Asunción de Erpa.


“Como decimos acá… solo nos queda esperar”, afirma, mientras conversa con su esposo, un eventual mototaxita que construyó su casa con las mismas piedras del cerro en el que viven.


HUAYCÁN, TIERRA DE DESPLAZADOS. Es fin de semana, el sol quema en Huaycán y una mosca se para en el rostro del Felix Loayza Villanueva, de 69 años. Su apariencia es de alguien mayor. Tiene la piel amarilla, producto de un mal en los riñones que lo va consumiendo. Ya casi no tiene fuerzas. Está en el suelo acostado sobre unas colchas que hacen las veces de cama. Su hija le alcanza un poco de agua que bebe a pequeños sorbos. Su voz es baja, casi no se le escucha. Parece desfallecer. Él fue víctima de tortura en Angaraes, Huancavelica, y también espera ser beneficiado con la reparación. 


“Hasta ahora no sé nada…no me dan nada. ¿Será por qué estoy vivo?, por eso será que no me dan. Estoy destrozado mentalmente y psicológicamente. ¿A qué se deberá que no salga la reparación?”, se pregunta quien estuvo hospitalizado, pero al no encontrar reacción de su cuerpo ni aparente cura, sus familiares, decidieron sacarlo e intentan aliviarlo con medicina natural. Una última alternativa ante lo inminente. 


“Ya no puedo sanar, ya. A veces hay días que quiero sanar y después me vienen los días que estoy peor”, dice. Él está registrado desde el 2007 y su certificado lleva la firma de Sofía Macher como presidente del Consejo de Reparaciones. Junto a él también se encuentra su esposa Juliana Cárdenas Carpio, quien también fue víctima de aquellos años nefastos. Ambos se encuentran en la triste espera de una reparación que no se sabe si llegará. Las trabas burocráticas hacen lento el proceso. En tanto, ellos siguen siendo víctimas del terror.


Debido a su pobreza extrema, el señor Felix pide ser beneficiado por Pensión 65. Su esposa lo es. Ella está inscrita y para cobrar los 100 soles debería viajar todos los meses a Huancavelica. Como no puede hacerlo, cada 60 días hace el recorrido de 500 kilómetros, casi doce horas de viaje, y va por el dinero. Gran parte de él se va en pasajes, comida. Con lo que queda, y la ayuda de sus hijos, intenta sobrevivir con su marido enfermo.


A unos kilómetros más allá se encuentra el centro poblado 5 de noviembre, en Santa Clara. Allí encontramos al señor Honorato Inuma Aguada de 83 años con una depresión terrible que se agudiza cuando recuerda que escapó del terrorismo en la selva. Es uno de los más de 46 mil 400 desplazados. 


El señor Honorato habla cuando vivía en Loreto y le cambia el rostro. Una ligera sonrisa aparece en él. También cuando piensa que si le quedaran fuerzas iría a trabajar el ganado en Madre de Dios. Pero al simple tacto con el recuerdo de la violencia con la que tuvo que convivir y huir, sus ojos se llenan de lágrimas y le es difícil articular palabras. No tiene casa, vive en un cuarto de madera en donde solo tiene espacio para una cama. Sale a la calle para tomar un poco de sol pero quema y la tierra del lugar le seca la garganta. Prefiere no hablar más. Le es difícil recordar. 


Cerca de él vive Celia Medina Baldeón, esposa del desaparecido en Vilscahuamán, Ayacucho, Benigno Teccsi Palacios, quien con su hija Haydee preguntan la forma de obtener la reparación. De a pocos, vecinas que forman parte de diferentes asociaciones le dicen que el registro de víctimas fue cerrado el 31 de diciembre del 2011 y muchas personas se quedaron sin inscribirse y no accederán al programa de reparación económica individual. El rostro de Celia es triste y sus palabras son de indignación, pues perdió al esposo hace 30 años y sigue sin “hallar justicia”. Alza la voz, dice que saldrá a las calles, que marchará para que los tomen en cuenta y el proceso acelere el paso y no sea ése camino largo, triste y tortuoso en el que se ha convertido para miles de víctimas de una época de terror. “Qué podemos hacer si vivimos como si nos tuvieran olvidados”, dice Celia en un momento de calma. Todos se miran las caras. Ella busca una respuesta pero el silencio, en esta alejada zona de Santa Clara, se apodera del lugar. 

domingo, 13 de enero de 2013

El Suizo: una vida frente al mar




Historia publicada en la edición N° 90 de la revista Correo Semanal. 
Con 76 años, el restaurante Suizo se mantiene de pie con su tradicional elegancia. Ni el mar de la Herradura ni el tiempo han podido con este rincón típico de Chorrillos.

Texto: David Gavidia.

Es miércoles por la tarde y algo inusual está por ocurrir en el Suizo, restaurante con 76 años que se resiste al tiempo, al mar y a las rocas de la Herradura: La foto enmarcada de uno de sus visitantes caerá al suelo y el ruido del vidrio romperá el habitual silencio que, en este lugar, solo es perturbado por las olas del mar.
-        ¿Quién se cayó?, preguntará con preocupación Carmen Castillo, la actual administradora, como si en lugar de una foto se hubiese ido para el suelo uno de sus comensales. “¡Uy, qué pena!”, dirá, cuando uno de los mozos le acerque el retrato. “Es una gran persona”, recordará al ver la imagen, desgastada por el sol…
La foto, sin embargo, es una de las tantas que decoran las paredes verdes del restaurante.  Son varias, al punto que uno pierde la cuenta de tanto personaje. Enmarcados, aparecen Mario Vargas Llosa y Alfredo Bryce Echenique;  Kina Malpartida y Gastón Acurio; Alan García y señorones exlatinlovers de apellidos compuesto que, sonrientes, posan para la eternidad en un local que también parece eterno.

El restaurante Suizo, es uno de los últimos (o quizás el último) reducto tradicional de la Herradura. Un local que desde su fundación en octubre de 1936, ha mantenido su infraestructura, su carta y su septuagenario coctel de fresa. “Somos el restaurante más antiguo, que no ha variado de mando ni de familia en la administración. Nuestros visitantes nos piden que no cambiemos nada… venir acá es como volver a casa… es recordar los veranos dorados”, dice Carmen, con el orgullo propio de quien ha sabido mantener la tradición. Ella, junto a su hermana Lucy (quien también fue administradora del restaurante) y a su madre de 86 años, Eulogia Quintanilla viuda de Castillo (actual gerente pese a su reciente delicado estado de salud), mantienen de pie este local de piso de cemento rojo, sillas de madera rústica, servilletas de tela y ventanales de madera con vista al mar que son reflejo de una elegancia austera.

Los veranos dorados a los que se refería Carmen es al de los turbulentos años sesenta, al de la primera tabla Hawaiana, al de los luaus y sus reinas, al del club de los martes y cuando la playa tenía 50 metros de arena y ni una piedra incrustada. Algo que hoy, a juzgar por el presente, parece irreal.

El Suizo en la actualidad se encuentra rodeado de bares, salsódromos, discobares, cevicherías, al lado de jaladores y de muchos personajes que desconocen lo que este lugar simboliza para la playa, que de tanto olvido, merece un premio a la resistencia.

Resistencia es la capacidad de aguante. Y aguante es que el restaurante mantenga las puestas abiertas pese al devenir, renacer y devenir de la playa. Desde que fue inaugurado por el fallecido Rodolfo Castillo (padre de Carmen y Lucy y esposo de Eulogia) y la pareja de suizos Albert Frischknecht y Catalina Gfeller. Resistencia también es aguantar los errores de un alcalde, Pablo Gutiérrez, que en los 80 ordenó dinamitar la zona para construir un camino hacia La Chira bordeando el Morro Solar. Estallaron las rocas, cayeron al mar y estas cambiaron la configuración natural de la playa. La naturaleza,  noble pero no idiota, devolvió las rocas a la orilla. La convirtió en un pedregal, tal como la conocemos ahora. Luego ya sabemos lo que pasó: vino la debacle, el tiempo y la ausencia. Hace un año, la alcaldesa Susana Villarán intentó reinaugurarla y le colocó arena. Lo que sucedió después también es otra historia conocida. El olón, la mofa. La Herradura, dejó de ser ese balneario de aristocráticas costumbres y nobles jerarquías.  El Suizo sigue en pie.

FIESTA. Es jueves tres de la tarde y los mozos del Suizo llevan cara de tensión. Uno de sus habituales clientes festeja sus cincuenta años en el restaurante y reservó la terraza para él y sus trabajadores. Almuerzan, conversan, bailan. Es raro que bailen en el local. A esta hora se escucha cumbia, reguetón. Los platos van y vienen.

“No ponemos música, bueno, sí la instrumental. Aquí la gente suele venir a conversar… esta vez aceptamos porque se trata de un cliente especial y nos pidió permiso. Por esta vez le dejamos que ponga la radio”, dice Carmen, sonriente. No le queda otra. La fiesta es envidiable, buena comida, buenos cocteles, una vista a la playa espléndida y la terraza contrasta con el salón principal que está vacío. Allí nos encontramos, observando cómo los mozos preparan el coctel de fresa y el Pisco Sour. No nos permiten el ingreso a la cocina.

Es entonces que, delante de nosotros, pasa el homenajeado de la tarde y le preguntamos el motivo por el que decidió celebrar aquí su cumpleaños número cincuenta. “Porque en el Suizo pasé todos los sábados de mi juventud”, nos responde José Orellana, y sin dudarlo, agrega: “Yo vengo a la Herradura desde los 13 años… ya son muchos años y celebrar mi cumpleaños acá es un privilegio”, nos dice, con un licor en la mano.

El licor no es otro que el tradicional coctel de fresa. El que se bate a puño limpio y el que hasta hace un tiempo la misma Carmen preparaba. Sin embargo el frio y la fuerza del movimiento le generó un leve problema muscular en el brazo y eso le impide hacerlo constantemente. Ahora se encargan los mozos.  “Yo alguna vez lo hago. Solo para clientes muy especiales y cuando me lo piden”. Lo mismo ocurre con ciertos platillos.

Y quien mejor conoce aquello de los platillos es el señor Cerapio Mendoza, Pacha, el cocinero del Suizo y quien con cuarenta años de trabajo en el local sabe los secretos de cada receta. Como buen cheff, jamás los divulgará. “Solo puedo decir que aquí todo es bien servido y la comida es fresca", afirma, y menciona algunos platos con historia: La butifarra, la Corvina a la Chorrillana, el lomo a lo Suizo, el chicharrón de chancho. “Estos se deben solicitar por anticipado, no los preparamos en el momento”, dice. Y es que todo se realiza con la antigua receta y el viejo esfuerzo, por citar uno: el ají no se licúa, se muele en el batán.
La tarde en el restaurante pasa sin sobresaltos. Esperamos a la señora Eulogia, la viuda de Rodolfo Castillo, pero un problema de salud no le permitió llegar. Se disculpó a través del teléfono y nos contestó una pregunta que solo ella puede responder: ¿Cómo es que con tantos años, el Suizo sigue en pie? “Es que aquí me enamoré, tuve a mis hijas y no me fui más… es mi vida”. Y esa sola frase la podemos resumir en dos palabras: amor y tesón.

Al colgar el teléfono observamos a Carmen, quien está rodeada de artefactos de otra época, a la cual, nosotros no pertenecemos: una antigua caja registradora; un viejo reloj; nos señala un lugar en el que estuvo el piano de cola y la jaula de canarios que escaparon en alguna de esas memorables fiestas. Quedamos en medio de ese local que exhibe una austeridad que roza lo franciscano, que tiene un ambiente en el que la elegante bohemia se mantiene firme, pese al maltrato de los años; y frente a ella, una noble playa que, sin duda, supo de tiempos mejores, y hoy la han convertido, junto al Suizo, en el balneario de las nostalgias, en símbolo de una tradición.