miércoles, 29 de diciembre de 2010

Luces de Navidad

Solo recuerdo que di un salto. Pequeño pero eufórico. Por la televisión repetían las imágenes del gol. Fue un salto de niño de doce años, de un niño con heridas en las rodillas por tanto darle al balón. Estaba en mi cuarto junto a Luis, mi primo, que por ser cinco años mayor quizás prefirió guardar la calma y solo decir: “¡gol!”, un grito seco, frío, como el tono de un locutor con curso de oratoria. Fue un grito feo. El mío en cambio fue eufórico, un aullido que se escapó por la ventana e hizo que un vecino y amigo mío me gritara: “¡calla, gallina!”. No me importó, corrí hacia la sala en busca del abuelo, el “Papá Eulalio”, quien veía el partido en su televisor blanco y negro. Recuerdo su gesto al verme ingresar a la sala corriendo con los brazos abiertos gritándole: “gol, papá Eulalio, gol”. Fue una sonrisa tan sincera que nos llevó al abrazo. Fue un abrazo fraterno, de esos a los que llamo “abrazos de gol”.

Era las 9:15 pm de un miércoles 27 de diciembre de 1995 y junto a Papá Eulalio y a mi primo celebramos el último gol de aquel año: era el 1-0. El de la clasificación a la Copa Libertadores. Roberto Martínez –antes de bailar el Waka Waka y querer un choque y fuga con la Señora - había introducido el balón en arco de Alianza y nos regalaba, a los hinchas de la “U”, el subcampeonato del Descentralizado. En casa, mi mamá llegaba y encontraba el alboroto: yo en short y sin bañarme luego de haber jugado pelota toda la tarde, aplastando al abuelo quien me palmoteaba la espalda, y mi primo, grabando el partido en el VHS, la casa hecha un desorden pues la Navidad todavía no se iba del hogar.

- ¿Quién ganó?, preguntó ella, quien también es hincha de la “U”.
- Ganamos, le respondió el abuelo; hablando en plural. Y a mi mamá se le formó una sonrisa, leve, pero sonrisa al fin.

Veía a mi primo, al abuelo y a mí felices después de mucho tiempo, sonreíamos con la sinceridad de un viejo y la alegría de dos niños. Ese 95 había sido triste y marcado por la muerte de mi tío, el papá de mi primo, el hijo de mi abuelo. Salíamos de un luto y al fin una sonrisa sincera para terminar un año complicado.

- Tanto alboroto, dijo ella. Y nosotros seguimos celebrando. El árbitro, Alberto Tejada, había terminado el partido. Era casi las 9:30 pm y después de mucho tiempo la casa de Habich se llenaba de un poco de alegría, de un poco de luz, que no eran de la de los fuegos artificiales... ni muchos menos, de las luces de navidad.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

Héroe del silencio


Elmer Escobedo Rojas, ex soldado del Ejército. Hace veinte años un ataque senderista lo dejó minusválido. Es un héroe de la guerra interna y vive en el Hospital Militar de Lima rodeado de gasas, enfermeras y gritos de dolor. Es un testimonio de la posguerra en tiempos de frágil democracia.

David Gavidia.

Su cuarto es oscuro. Aunque la luz del televisor ilumina las pálidas paredes de loseta. En la pantalla, un hombre llora su desgracia. Miles deben sintonizar ese talk show. Pero esta vez Elmer Escobedo Rojas no le presta atención. Tiene una laptop y prefiere revisar su Facebook, chatear con los amigos y comenta algunas fotos como si se tratara de una triste pero entretenida rutina. Esta acostado en su cama del Hospital Militar. “Así paso mis horas”, dice resignado. Su vida de minusválido, es más dramática que cualquier reality show.

Elmer, 40 años y ex soldado del Ejército intenta distraer su memoria. Los recuerdos aparecen en su mente como fantasmas que salen de ningún lado. Han pasado veintiún años desde que Sendero Luminoso lo acribilló en Aguaytía a él, a las cuatro patrullas que lo acompañaban y a veinte de sus compañeros. Veintiún años en los que las balas, las bombas, los gritos y esos confusos cinco minutos de ataque hirieron su columna para dejarlo lisiado.

“Fue un lunes 19 de junio de 1989. Eran las 9.30 de la mañana. Tenía 19 años. Una patrulla con soldados de Aguaytía encabezaba el convoy. Era para asegurar que el camino estuviese limpio de terrucos. Llevábamos el rancho frío, el armamento para las tropas. Íbamos veinte compañeros más. El primer carro pasó sin problemas. Pero ni el segundo, ni el tercero tuvieron la misma suerte. El cuarto intentó huir pero no pudo. Sendero nos había rodeado y lanzaban bombas y balas”.

Habían recorrido el país de Tumbes a Tacna sin contratiempos y ésta era la última misión que debían cumplir antes de regresar a Lima. Todo estaba planificado, al llegar a la capital volverían al Cuartel Militar Rafael Hoyos Rubio del Rímac y se reunirían con los amigos, contarían las experiencias y jugarían un partido de fulbito. Este momento nunca llegó, pues el viaje terminaba en tragedia.

“Yo presentía el ataque… no era temor, pero sabía que algo malo venía…cuando cayó la bala sólo quería que me maten”, recuerda Elmer al sentir que el proyectil FAL atravesó su cuerpo, perforó su omoplato izquierdo y -formando una “U”- bajó al intestino, cruzó el estómago, hirió la columna, dañó el pulmón y se alojó en el omoplato derecho, donde permanece hasta hoy, como un cruel recuerdo.

Lo único que sintió fue un profundo ardor. Y en medio: gritos, insultos, bombas, estallidos. Como una película hecha en sepia recuerda que sus ojos captaron las piernas mutiladas de sus compañeros y hombres vestidos con pasamontañas que les mentaban la madre... “conchetumare, conchetumare”.

Luego de unos minutos llegó una paz hiriente. Un silencio espantoso, apenas interrumpido por el sonido del viento y la maleza. Un helicóptero del Ejército intervino. Los senderistas huyeron dejando surcos de sangre...

Escobedo fue evacuado al Hospital de Tingo María y el diagnostico no fue alentador: la bala estropeó algunos nervios de la columna. No volvería a caminar. Pronto, Elmer se echó al abandono y perdió la fe en Dios. Renegó, blasfemó y se convirtió en un ser amargo. Siguió tratamientos psicológicos para que, al fin, aceptara con resignación su nueva vida en silla de ruedas. Una condición terrible para alguien acostumbrado al ejercicio constante y a largas caminatas.

El resto de la historia es una suma de infortunios: a su cuerpo le salieron escaras. Una, la del glúteo derecho, le fue mal curada y la herida penetró hasta el hueso. Por el descuido, le amputaron la pierna desde la cadera. Como si fuera poco, producto de males sucesivos y negligencias sin fin le dañaron la vejiga en una confusa operación. Ahora evacua a través de una sonda conectada cerca a su ombligo.

Elmer permanece internado hace dos años en el Hospital Militar y su cuarto, ubicado en el pabellón de quemados, se ha convertido en ese refugio al que llegan los pasos de las enfermeras y los quejidos de otros internos. “A veces me dan permiso para ir a casa”, confiesa, con el temor de infligir una norma. En este lugar prima el régimen militar y solo con la orden de un superior puede visitar a su esposa, que vive en Breña, en una vieja casona conocida como el Ex cuartel de inválidos, ubicada en la cuadra cuatro del jirón Restauración y que se encuentra a diez minutos de Palacio de Gobierno, a quince del Congreso y que resulta un refugio para los héroes caídos del Ejército.

La casona fue construida en 1927. Se trata de una quinta venida a menos y que el Instituto Nacional de Defensa Civil declaró inhabitable en 1997 debido a sus techos debilitados y a sus tuberías carcomidas; al adobe corroído por la humedad y a los hongos que nacen en las esquinas; a los cables expuestos y a los baños comunes que parecen desplomarse.

La casa de Elmer tiene sesenta metros cuadrados y en ella se suman sala-comedor-cuarto-habitación-lavadero-tendedero. Allí “Terkito”, como se le conoce al ex soldado en la Internet, se encuentra con los amigos: Uno de mano mutilada que se recursea como pintor de brocha gorda y otro con daño neuronal que camina apoyado en una silla de ruedas que le sirve de andador. Con ellos habla de los tiempos mejores, como cuando él araba el campo en Chachapoyas, su tierra natal.

Hace unos días Elmer visitó a su familia, la mejor terapia para luchar contra el estrés del encierro hospitalario. Se juntó con otros ex soldados heridos en el Cenepa o la guerra interna. Ellos llevan como estandarte: “heridos pero no vencidos” y cada cierto tiempo se reúnen con representantes del Ejército pues la institución les ha presentado un proyecto para demoler esta vieja casona de Breña y, se supone, convertirla en un condominio para soldados con discapacidad. Cada departamento será ofrecido a 15 mil soles a las familias que logren calificar y esto ha causado disputas entre los vecinos que luchan por imponer su voluntad: los que quieren ahorrar para salir de la precariedad y los que piden la gratuidad de la futura construcción o de lo contrario, prefieren seguir viviendo en esas condiciones.

“Vivir aquí es imposible”, dicen sus habitantes. Elmer ha recorrido incontables veces los pasillos de éste lugar y siempre más de lo mismo: el suelo es tan frágil que parece romperse como una galleta al ser aplastada.

Visitamos la casa de Elmer e ingresamos a su habitación vacía. Esta era una caja de recuerdos, un baúl de tiempos mejores. Una fotografía suya cuando era militar en actividad. Otra de su matrimonio con Jessica, luego de nueve años de relación.

Su boda fue un 4 de diciembre del 2009 y celebraron su amor con una fiesta interminable en donde abundó la ilusión por un mañana mejor. Estuvieron los familiares, amigos y ex compañeros del Ejército. Corrieron las felicitaciones y fue una noche prolija de felicidad.

Pero ese momento es parte del pasado y ahora “Terkito” está en su cama de hospital, rodeado de gasas y de vinagre para curar las heridas, visitado por médicos y enfermeras que llegan a preguntar si “¿todo está bien?”. En este cuarto del Hospital Militar Elmer Escobedo guarda un álbum con una imagen en la que ex ministro de defensa, Rafael Rey, lo abraza como un viejo amigo. Se encuentran en una actividad del Ejército y ambos sonríen. Uno que pide ayuda y el otro que dice cumplirá. Eran tiempos en los que Rey todavía no avalaba el Decreto Legislativo 1097 y no se postulaba como vicepresidente por la lista de Keiko Fujimori: como sea, su apoyo fue tan escaso como su poca moral.

- De estar sano, ¿qué es lo que más extrañas?, le preguntamos, luego de varios minutos en silencio.

- Ir al campo, a las chacras…extraño a mi mamá que murió”, responde, con un nudo en la garganta. No dice nada de su vitalidad perdida y sólo menciona que pronto será operado de la vejiga. Intuye que las cosas no cambiarán mucho y su futuro será más de lo mismo: una suma de precariedades, difíciles de sobrellevar.