jueves, 24 de enero de 2013

La triste espera



Texto: David Gavidia.
Fotos: Christian Salazar.

A los 19 años los terroristas mataron a su padre y dos hermanos. Huyó de Huancavelica. Dejó el campo, que significa perder el ganado, las cosechas, el trabajo y huir junto a cinco hermanos y su madre hacia donde no los alcance el horror. 

Han pasado 29 años y sería mejor no hacerle recordar aquel episodio a Juana Carahuanco Tello, pero es inevitable preguntarle por aquella madrugada de 1984. La historia la cuenta con silencios intermitentes. Solo interrumpidos por el perifoneo de los comerciantes del Mercado Huamantanga, de Puente Piedra, donde vende tubérculos desde las cuatro de la mañana hasta las ocho de la noche. Ese poco dinero –o como dice ella: “el sencillo que me gano”- lo usará para mantener a sus tres hijos y a su madre, de 76 años, quien tiene la salud quebrada.

Durante la conversación mencionamos la palabra “reparación” y al oírla su gesto es extraño. Una sonrisa, mezcla de sorna e incredulidad, va acompañado de  un “ay, joven”, que más parece una exhalación de resignación para recordar que el panorama–al menos para ella- no es alentador. Nos referimos a la reparación económica que sigue sin llegar para miles de víctimas del espanto que vivió con crueldad  nuestro país entre las décadas de los 80 y 90. “Qué te puedo decir”, insiste. Hace años sigue en la espera de que su nombre aparezca en alguna de las listas y acceda a un dinero que si bien no paliará la pérdida de su padre y dos hermanos, al menos le serviría para darle una mejor calidad de vida a su madre.
  
-“Creo que nunca llegará…tantos años, es una burla”, dice ahora en su casa en el Asentamiento Humano San Pedro de Choque, en las alturas de Puente Piedra y a veinte minutos en mototaxi, desde el Mercado Huamantanga. Su hogar está muy alejado de los grandes comercios de la Panamericana Norte, que desde el cerro, se pueden ver como objetos extraños que reafirman los grandes contrastes que hay en la capital. Aquí arriba: casitas de madera, chozas sin techo, colchas que hacen de paredes, ambientes construidos con piedras extraídas del cerro… un todo de miseria por donde se mire. Allá abajo: cines, pollerías, tiendas de electrodomésticos, grandes industrias. Y a 40 kilómetros, Palacio de Gobierno.


“Nosotros somos víctimas y no nos reparan”, repite Juana, ahora con indignación. “Bueno pues, yo sigo luchando. Lucho por mis hijos, por mi madre y mis hermanos, hasta ahora. Ellos se quedaron huérfanos chiquitos y no recuerdan a mi padre. No acabaron el colegio, con las justas terminaron primaria, por eso es difícil cuando van a buscar trabajo y ven que no tienen estudios, o secundaria al menos… y los rechazan. Entonces ellos se tienen que cachuelear, hacer mototaxi, limpiar casas, pero igual no les alcanza cuando se tiene una madre enferma y mantener a su familia. La reparación no llega, y si llega, nos van a dar 10 mil soles. Al menos es algo, ¿Pero 10 mil soles es lo que valorizan la vida de mi padre que mataron a balazos y de mis hermanos que mataron tirándoles piedras en la cabeza?”.


La cifra que Juana menciona es el monto que establece el Decreto Supremo 051 de junio 2011 y que diferentes asociaciones de víctimas piden se modifique. En su artículo tres señala que la reparación es de 10 mil soles por víctima desaparecida, fallecida, o aquellas que sufrieron violación sexual o tienen discapacidad producto de la violencia que vivió nuestro país en aquellos años.


Las víctimas y sus familiares, como Juana, piden que el monto sea de 39 mil soles, como se reparó a los “ronderos”. “Con ese dinero podríamos poner un negocio con mis hermanos y darle una mejor calidad de vida a mi madre”, dice Juana, quien sabe que si fuese beneficiada, los 10 mil soles tendrían que ser repartidos –como establece el Decreto- en 50% para la esposa de la víctima; y el otro 50% en partes iguales entre los familiares, en este caso, los cinco hijos recibirían mil soles cada uno. “Imagínate si fuéramos 10 u 11 hermanos, cuánto nos tocaría ¿200, 500 soles por la vida de mi padre y hermanos?”.


UN RINCÓN ALEJADO. El asentamiento Humano San Pedro de Choque alberga a una numerosa población de víctimas del terrorismo. Muchos de ellos son del anexo Mesacocca, de Huancavelica. Pueblo que sufrió el ataque de Sendero Luminoso y luego fue incendiado como cruel registro. Mucho perdieron a sus madres, hermanos, hijos. Muchos huyeron espantados con lo que sus ojos vieron.


- ¿Cómo es que llegan acá?- Huimos del terrorismo. Yo recuerdo algunas cosas porque tengo 33 años, pero sí tengo en mente cuando dormíamos junto a los ríos y sin frazadas para protegernos. Me acuerdo cuando los terrucos apuntaron en la cabeza a mis padres para asesinarlos. Por suerte no los mataron, pero esa noche huimos. Al día siguiente los senderistas volvieron e incendiaron el pueblo.


Quien responde es Delia Pariasulca Huamaní. Su madre, Marcelina Huamaní, acaba de fallecer. Murió esperando una reparación y con fuertes traumas psicológicos por lo sucedido. Ella no pudo acceder a un tratamiento. “Era muy caro”, dice. “Falleció con la expectativa de ser reconocida como víctima, como desplazada”, recalca. Pero esa posibilidad nunca llegó. Así como su madre, también nos cuenta que murió su vecina, la señora Tomasa Quicaño Hilario, quien sufrió en carne viva la insania de Sendero Luminoso.


Si bien, ambas murieron en la espera de ser reconocidas como beneficiarias, hay unas 3 mil 200 que sí figuran en listas para recibir su indemnización pero fallecieron antes de cobrarla. Su alicaído estado de salud, la avanzada edad y la extrema pobreza son algunos de los factores que influyeron. Los fallecidos representan el 5% de los 69 mil 132 inscritos para acceder a la compensación económica. Hasta el momento, solo 17 mil personas han cobrado su reparación económica.


“No puede ser que se mueran sin ser reconocidas y en condiciones de mucha pobreza…ellas también son víctimas. Dejaron todo en su pueblo y a muchas torturaron y violaron. Ahora a nosotros el Estado debería de reconocernos como desplazados”, dice Delia, quien se inscribió en el Registro Único de Víctimas, pero ve difícil obtener alguna reparación. “Nosotros como desplazados podríamos acceder a la reparación colectiva”, dice, y recuerda que hace poco el presidente Ollanta Humala entregó a los pobladores de Lucanamarca, Ayacucho, como reparación 100 mil soles a cada una de las comunidades de Carmen de Alanya, Santa Rosa de Ccocha, San Antonio de Julo, Luccanacasa y Asunción de Erpa.


“Como decimos acá… solo nos queda esperar”, afirma, mientras conversa con su esposo, un eventual mototaxita que construyó su casa con las mismas piedras del cerro en el que viven.


HUAYCÁN, TIERRA DE DESPLAZADOS. Es fin de semana, el sol quema en Huaycán y una mosca se para en el rostro del Felix Loayza Villanueva, de 69 años. Su apariencia es de alguien mayor. Tiene la piel amarilla, producto de un mal en los riñones que lo va consumiendo. Ya casi no tiene fuerzas. Está en el suelo acostado sobre unas colchas que hacen las veces de cama. Su hija le alcanza un poco de agua que bebe a pequeños sorbos. Su voz es baja, casi no se le escucha. Parece desfallecer. Él fue víctima de tortura en Angaraes, Huancavelica, y también espera ser beneficiado con la reparación. 


“Hasta ahora no sé nada…no me dan nada. ¿Será por qué estoy vivo?, por eso será que no me dan. Estoy destrozado mentalmente y psicológicamente. ¿A qué se deberá que no salga la reparación?”, se pregunta quien estuvo hospitalizado, pero al no encontrar reacción de su cuerpo ni aparente cura, sus familiares, decidieron sacarlo e intentan aliviarlo con medicina natural. Una última alternativa ante lo inminente. 


“Ya no puedo sanar, ya. A veces hay días que quiero sanar y después me vienen los días que estoy peor”, dice. Él está registrado desde el 2007 y su certificado lleva la firma de Sofía Macher como presidente del Consejo de Reparaciones. Junto a él también se encuentra su esposa Juliana Cárdenas Carpio, quien también fue víctima de aquellos años nefastos. Ambos se encuentran en la triste espera de una reparación que no se sabe si llegará. Las trabas burocráticas hacen lento el proceso. En tanto, ellos siguen siendo víctimas del terror.


Debido a su pobreza extrema, el señor Felix pide ser beneficiado por Pensión 65. Su esposa lo es. Ella está inscrita y para cobrar los 100 soles debería viajar todos los meses a Huancavelica. Como no puede hacerlo, cada 60 días hace el recorrido de 500 kilómetros, casi doce horas de viaje, y va por el dinero. Gran parte de él se va en pasajes, comida. Con lo que queda, y la ayuda de sus hijos, intenta sobrevivir con su marido enfermo.


A unos kilómetros más allá se encuentra el centro poblado 5 de noviembre, en Santa Clara. Allí encontramos al señor Honorato Inuma Aguada de 83 años con una depresión terrible que se agudiza cuando recuerda que escapó del terrorismo en la selva. Es uno de los más de 46 mil 400 desplazados. 


El señor Honorato habla cuando vivía en Loreto y le cambia el rostro. Una ligera sonrisa aparece en él. También cuando piensa que si le quedaran fuerzas iría a trabajar el ganado en Madre de Dios. Pero al simple tacto con el recuerdo de la violencia con la que tuvo que convivir y huir, sus ojos se llenan de lágrimas y le es difícil articular palabras. No tiene casa, vive en un cuarto de madera en donde solo tiene espacio para una cama. Sale a la calle para tomar un poco de sol pero quema y la tierra del lugar le seca la garganta. Prefiere no hablar más. Le es difícil recordar. 


Cerca de él vive Celia Medina Baldeón, esposa del desaparecido en Vilscahuamán, Ayacucho, Benigno Teccsi Palacios, quien con su hija Haydee preguntan la forma de obtener la reparación. De a pocos, vecinas que forman parte de diferentes asociaciones le dicen que el registro de víctimas fue cerrado el 31 de diciembre del 2011 y muchas personas se quedaron sin inscribirse y no accederán al programa de reparación económica individual. El rostro de Celia es triste y sus palabras son de indignación, pues perdió al esposo hace 30 años y sigue sin “hallar justicia”. Alza la voz, dice que saldrá a las calles, que marchará para que los tomen en cuenta y el proceso acelere el paso y no sea ése camino largo, triste y tortuoso en el que se ha convertido para miles de víctimas de una época de terror. “Qué podemos hacer si vivimos como si nos tuvieran olvidados”, dice Celia en un momento de calma. Todos se miran las caras. Ella busca una respuesta pero el silencio, en esta alejada zona de Santa Clara, se apodera del lugar. 

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