viernes, 12 de febrero de 2010

Carnaval en mi corazón ayacuchano


Texto: David Gavidia.
Foto: Miguel G. Podestá, del site todoayacucho.pe

“¿A qué hora acaba esto?” La pregunta fue a una doña de zapatos pequeños y polleras inmensas que baila por la noche en la avenida 9 de diciembre, a 30 metros de la plaza de armas de Ayacucho. “Esto nunca acaba… no tiene hora”, responde. Su baile parece el movimiento de un cuerpo descompensado. Sus pies ordenan a la izquierda, pero sus faldas la llevaban a la derecha. Se trata de un movimiento curioso cuyo desbalance a todos les parece un gracioso compás, similar al oscilante péndulo de un viejo reloj. “Tic, tac; tic, tac”.

¿Por qué bailan?, pienso. Es tiempo de carnaval en la tierra de la libertad latinoamericana y la gente llena las calles mojadas por la lluvia de febrero. “¿Por qué bailan?”, no hay respuestas. Felicidad, tristeza, ¿Costumbre? Claro, el carnaval es el motivo, pero ¿Acaso el suficiente para salir con talco y pica pica mostrando los dientes apolillados por la coca chacchada, empinando el codo, bebiendo alcohol de 96° y, zapatear al ritmo de guitarras, tarolas, trompetas y bombos? No lo sé.

“¿Por qué bailan?”. Ahora la pregunta se la hacemos a un amigo viajero y romántico ayacuchano, Miguel Gutiérrez Podestá. “No sé”, responde. Hay cientos de personas reunidas en la plaza de armas, que ha sido acondicionada con graderías frente a la Catedral y junto a la Municipalidad de Ayacucho, por donde las comparsas desfilarán su canto y su danza. “¿Por qué bailan?” La respuesta, para alguien que viene desde lejos puede ser sencilla: En Ayacucho danzan, porque allí, como acá, adoran la escultura del movimiento, que también es la belleza del alma.

Fui feliz allí donde hubo dolor y hablar de Huamanga era abrir heridas que aun no cierran. ¿Museos de la memoria rechazados?, gobiernos corruptos de alianzas nefastas que aun intentan hacernos caer en la amnesia de la ignorancia. Ayacucho es la ciudad del chuzo que divide un pasado de terror y un presente de esperanza. ¿Patrias divididas?, ya no. ¿Nostalgias olvidadas?, jamás. ¿Reconciliación?, esperemos que sí.

El cielo ayacuchano se ilumina con un rayo. ¡Truenos!, fui feliz allí donde el gobierno intenta seamos ingratos de recuerdo. ¿Cargo de conciencia?, no. ¿Aprendizaje continuo?, sí. Se puede ser aventurero en tierras ajenas. Allá, donde reinaron los Wari, me queda la sensación de querer volver y reconocernos. No es floro, es autenticidad.

Volver. ¿Por qué? Pues me quedaron chicos los dos días de placer visual y la frase “¿Qué bonito, no?”, se me repite a cada instante en el oído, como eco silencioso de pasos que se pierden en las pampas de Quinua. Allí donde nos libramos del yugo español. O en la catarata de Paqcha Chirapa, donde llegamos para comprobar que la naturaleza te regala espacios de sabiduría en sus entrañas, donde jamás piensas que llegarás pero un día te toca conocer para retratar en tus pupilas esas imágenes grotescas de peñascos inmensos y valles verdes, con ovejas olor a humedad y lodo formado de lluvia placentera, como dolores de llantos ajenos que se ocultan en medio de arbustos para irlos descubriendo con cada paso y caminar.

Te digo, qué bonito es Ayacucho. Tuve suerte de sumarme a una aventura ajena y escribir esto que me suena a verso, nada de floro, sinceridad absoluta. Ser invitado de una historia que no debía ser la mía pero la tomé como propia para que me queden cinco fotos de sonrisas perfectas a las que me rindo, no sé porque, ni hasta cuándo.

Cada hombre tiene su ciudad. Y difícilmente pienso que la serranía ayacuchana sea la mía. Pero su religiosidad con miércoles de ceniza, su andar pausado y calles de adoquines destrozados y pistas de piedra mal cuidada se parecen al ritmo de vida que quiero llevar. Alegre por las mañanas, tierna por las noches. Apretada de día, mortal de nocturnidad. Bipolaridad de una ciudad moderna enclaustrada en un régimen de antigüedad.

Fui feliz en Ayacucho. ¿No es cierto?, la pregunta es trasladada a “X”. ¿Quizás a ustedes también? Anduve con soroche las primeras horas y el aire aceleraba mi corazón. ¿El aire?, sí, un aire escaso y frío. Fui feliz en un lugar en donde al gobierno le jode recordar su existencia. Qué vaya el MIMDES con sus limosnas caritativas de alimentos no perecibles, que vaya el programa Juntos y desmienta que las madres se embarazan por recibir cien soles por crío, que niegue que un niño por la plaza vende su cuerpo y que en el VRAE, donde reinan los bosques de tinieblas y enamoran los bellos parajes, los narcoterroristas malditos asustan y espantan. Cómo es de irónica la vida, uno es feliz en el lugar donde otros solo conocen llanto. Uno estuvo contento en un lugar que sufrió de desolación pero que goza de un cielo celeste, que conoce de justicias efímeras y de un sol dorado que anda por los cielos como el padre Inti que nosotros apreciamos. Ayacucho es una tierra a la que le ha tocado danzar con la más fea, pero donde, como reza el verso, “bailan, porque su pena espantan”.

La danza es una manifestación del alma: bailan los tristes y contentos, baila el quechua hablante y el limeño. ¿Quién no baila en Ayacucho?, el compás de las comparsas te marca el paso y el camino. Baila el rico y baila el pobre, baila el cholo y baila el negro, bailo yo y baila el choro. “¿Dónde está la billetera y los pasajes, el DNI y las tarjetas?”. Baila el alma en su estado más puro e intelectual. Bailas para liberar los demonios y dar los santos oleos a las almas adoloridas. Todos bailan en Ayacucho que por hoy es sinónimo de fiesta pues las casas de tejas a doble caída son adornadas con globos y serpentinas y sus 33 iglesias de estilo barroco - renacentista permanecen abiertas para pecadores sin pecados, cuna de párrocos héroes e hipócritas. La ciudad me sabe a cuy chactado y pachamanca, a chicharrón, a puca picante y a felicidad.

Felicidad que busco se filtre por el tiempo, que en estos momentos es la dilatación de la esperanza. Quiero que dure más, que las montañas que observas te acompañen siempre, como el cielo de estrellas tintineantes. Pediré que la noche de Ayacucho se extienda y perennice aquella caminata por las calles sin pistas y las trochas de la ciudad. Allí donde circulan riachuelos de lluvias, por donde se camina abrazado a lo que quiero mirar, solo mirar: luz, calles, soledad en las veredas, oír pasos en cuadras peladas, sí, lo sé, suena a utopía, pero existe, eso es verdad.

En Ayacucho observas la diversidad de culturas, la religiosidad de un pueblo, también lo pagano. Te sumerges un poco y rescatas que hay bondad en sus gentes, pero se mantiene esa maldita tara de hablar del terror. Cambiemos, sembremos la costumbre de revalorar sus ríos y lagunas, sus cordilleras y artesanos, sus casas de adobe y quincha, sus tejas con retratos de padrinazgos en fiestas patronales.
En Ayacucho el sol quema pero no arde. Y quiero recordar esa frase de “Ayacucho, ciudad que enamora”, para eliminar la mierda que ya es pasado y, hablar de una ciudad de contrastes y bella para el turismo. Presta para mochileros cautos de miradas perplejas, de esas que se dilatan con el tiempo, de aquellas que pintas y son espejos del cielo. Ayacucho es la ciudad de tradiciones ancladas, con pizcas de chicha y folclor.

Fui feliz en Ayacucho. En su hospedaje con mate de coca y desayuno con pan serrano, con su café tostado y mantequilla de vaca. Fui feliz en el mirador cuando desde lo alto observé la ciudad de noche, negra e inmensa. Fui feliz en ese policromo verde de texturas finas a 2 mil 800 metros de altura. Sonreí en Muyurina, ese campo recreacional donde juegan al fútbol los hinchas del Inti Gas y, por la noche ayacuchana, en el barrio de San Blas, acompañados de chela y papa con huevo para abrazar el hambre y el corazón. Para qué negarlo. Uno se enamora en esos instantes. Aunque las comparsas no crean en el amor (discrepo señora: yo sí). Uno se enamora porque oye el acorde de las guitarras y las gentes que cantan sus penas en yaravíes, porque bailan sus huaynos y se respira el quechua, idioma de sangre. Sangre que se observa en los pies con cada zapateo festivo de baile en carnaval, allí donde las mujeres guapean y conquistan, allí, donde los hombres nos dejamos conquistar. Cómo negarlo, ocultamos sentimientos, somos hipócritas de verbo y corazón, pero allá, he sido sincero de alma. Ayacucho es matriarcado y eternidad. Es cordilleras y sur. Allí se comprende que la vida sí es un carnaval, donde se refugia el inclemente en un cielo de nubes que flotan como copos de nieve. Allí, donde se le pregunta a la doña: “¿A qué hora acaba esto?” y “nunca” te repiten al instante. Solo en ese momento comprendes que es cierto, la vida a veces es un carnaval que sabe a Ayacucho con sus balcones coloniales, con su cerveza en las cantinas, con su andar de la mano por las pampas de la libertad, donde no cabe duda, se firmó la independencia, que a muchos le sabe a mentira, pero que por esos días a mi me supo a verdad.


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